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Dennis Rodman: "Yo debería estar muerto"



“Todos estamos a un clic de poner algo en el sitio incorrecto”. La frase es de Draymond Green, uno de los olímpicos de la NBA, tras haber enseñado el pene en Snapchat. En un confuso comunicado en el que no sabes si le han pirateado la cuenta o si se equivocó con el botón compartir, que lo carga el diablo. Al menos, el excampeón de la NBA -y actual subcampeón- ha dejado clara una cosa: el pirulo es suyo.

Es, más o menos, la última muestra de rebeldía que se puede mostrar en la correctísima NBA actual. Antes, J.R. Smith, su némesis en Cleveland Cavaliers, estuvo literalmente cuatro días sin camiseta  tras ganar el campeonato de este año: le dio la suya a su padre, se fue a celebrar la victoria y el mundo era su playa.

Juntamos a ambos porque, entre polémicas de andar por casa, un par de expulsiones y muchos tatuajes, apenas suman como medio minuto en un martes cualquiera de los buenos tiempos de Dennis Rodman. No le llegan a la suela de la planta del pie. Sí, normalmente se dice “a la suela de los zapatos” pero, como le contaba Jeremy Piven a Jimmy Fallon hace tiempo, Dennis Rodman casi siempre acababa desnudo en algún lado y Michael Jordan se encargaba personalmente de recoger su pellejo entintado y tintineante y obligarle a asistir al maldito entrenamiento.
“Voy a vivir mi vida como quiero vivirla, y voy a ser feliz viviéndola así”

La frase podría dar para taza de Mister Wonderful o meme motivador, pero es la que un Rodman con dos anillos se dijo a sí mismo tras tocar fondo por primera vez, en una noche de febrero de 1993, antes de los pelos de colores, los disfraces y los mil tatuajes. Cuando el 10 de los Detroit Pistons se metió en un coche con un rifle cargado y la intención de acabar con su vida. Chuck Daly, su entrenador y figura paterna surrogada, había dejado el equipo y el errático Rodman no consiguió superar ese abandono. Pasó de ser el jugador que “puede secar a cualquier contrario, sea base o pívot”, como le definía la propia NBA, el hombre que había capturado 1530 rebotes en un año, a hundirse.

Así que Rodman cambió: “mató” a “ese impostor” que se hundía, a ese hombre que "no era Dennis Rodman" y se convirtió en una especie de antihéroe al estilo noventero: rudo, hortera, impredecible, con la cabeza convertida en un catálogo diario de pantones para grafitero. Un loco aullador, un provocador nato en la cancha y fuera de ella, un relámpago espasmódico fabricado con muelles, trozos de búnker, testosterona de hombre-lobo, neones de Las Vegas y la materia de la que están hechos tus sueños cuando Jack Nicholson aparece en ellos. ¿Cómo no iba a despertar desnudo cada día, dios sabe dónde?

Por eso tres años después de aquella noche con rifle Michael Jordan le enderezaba y le hacía suda.  El mejor jugador de todos los tiempos, el tipo que redefinió el deporte dentro y fuera de la cancha -hablemos un día de qué habría sido de Nike sin Jordan y, por ende, del resto de los patrocinios deportivos-, tiene que ocuparse de recoger el culo desnudo de Rodman porque necesita a ese chiflado. Los Bulls son el equivalente a un Bolshói de Terminators en el que nadie puede fallar en su papel. Especialmente el mejor jugador defensivo de la liga, ese tío que con apenas dos metros ya ha cogido el balón sobre tu cabeza gritando insultos en idiomas blasfemos, intimidando incluso a los suyos.
‘Ya debería estar muerto’

Eso es lo que Draymond Green no puede entender: su entrenador es Steve Kerr, el francotirador de aquellos Bulls. El tipo que rondaba el 50% en triples mientras Dennis Rodman, enfadado y con una resaca que podría matar toda tu juventud, recorría la cancha como uno de esos coloridos insectos de la naturaleza. De los que gritan “soy venenoso”. Que a Green le expulsen por pegarle un -merecido- manotazo a LeBron, convertir su pene en un snap o buscar pelea no puede ni inmutar una ceja a alguien que tenía que compartir noche de partido con Dennis Rodman, que llegaba oliendo a formaldehído, tugurio y Madonna. Con treintantos años.

Porque ésa es otra: Rodman ya era viejo en sus años de Chicago. Ya era viejo cuando se convirtió por séptima vez en líder de rebotes de la NBA (le faltaban 20 días para cumplir los 37 años). Por pura lógica, alguien que convirtió su treintena en una explosión de fiesta no podía ser el mejor en su especialidad deportiva.

O en su propia constelación, porque hablamos de una década en la que lo deja con Madonna para casarse con Carmen Electra; en la que debuta en el cine juntándose con Jean-Claude Van Damme (en 1997, el mismo año en el que el precio del gramo de cocaína dejó de caer. ¿Coincidencia?). Por supuesto, si va a ser wrestler, tiene que pelear junto a Hulk Hogan.  Porque para qué hacer las cosas a medias.



Tras la desbandada de los Bulls de la leyenda, Rodman rebotó por la NBA antes de hundirse en los Mavericks: 12 partidos, dos expulsiones, y un estilo de vida digno de matinal ibicenca demostraron que Rodman, pese a que todavía recogía 14’3 rebotes por partido (el líder de esa temporada fue Dikembe Mutombo, con 14’1), no era nadie sin un padre sustituto. Sin Daly, sin Jordan, sin referencias, la autodestrucción no tenía enfoque. No había nadie para recoger su cuerpo desnudo al borde de los cuarenta años.



Por supuesto, Rodman hoy, con 55 años, está en la ruina. Ha tenido que acudir varias veces a rehabilitación por el mismo alcoholismo que usaba como espinacas durante sus años de gusano saltarín. Tuvo que declararse en bancarrota en 2012, un año antes de hacerse amigo del dictador norcoreano Kim Jong-un y participar en su fiesta de cumpleaños. Y hoy está otra vez en el centro de la polémica por un posible atropello con fuga producido el 20 de julio. Aunque aún no se han presentado cargos y ha aprovechado la promoción de su nueva autobiografía ‘Ya debería haber muerto’, para defenderse.
Rodman es más notorio, pero la mayoria de los ex NBA caen en desgracia

Rodman, que ahora se paga las facturas con realities y su labor de hombre-anuncio de los rincones más turbios de Internet, es una parábola viviente para los Green y Smith. Una sobre los excesos y el tomarse la vida como un único modo verbal: el gerundio. Puede que su caso haya salido mejor que el de otros exjugadores, algo más cercano a ese Allen Iverson que compatibilizaba ser el mejor jugador del año con llevar una pandilla de 50 tipos cargados de oro y armas hasta para ir a mear. Y que hoy espera, vendiendo calcetines, a que llegue 2030 y Reebok libere los 27 millones de euros que le metió en una hucha intocable hasta entonces. Precisamente para que pudiese tener una vejez.

Y son los “mejor de los casos” de atleta de éxito convertido en llamarada, de esos casi dos tercios de exjugadores que acaban en la ruina apenas cinco años después de dejar el deporte. Aunque sean "buenos chicos": Scottie Pippen está arruinado. Jordan fue durante décadas un desastre para el dinero, pero es alguien que podría embotellar su sudor y forrarse vendiéndolo. Antoine Walker perdió 105 millones de euros en apenas seis años...



La otra cara es Lamar Odom, que pasó de ganar dos anillos con Pau y Kobe a una adicción a la heroína que lo tiene en la calle y al borde de la muerte. O tipos tan anónimos como Reggie Harding. Un exjugador NBA de los 60 que, con sus discretos 213 centímetros de altura, se metió a atracar una gasolinera en su Detroit natal. A dos pasos de su casa, con una careta para que no le reconociesen. Tres veces la misma gasolinera. La última de ellas el encargado le dijo “Sé que eres tú, Reggie”.

“No, tío”, contestó el jugador fallido, “no soy yo”.

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